INTRODUCCIÓN
En medio de una pandemia como la COVID-19, que marca un antes y un después pleno de incertidumbres para la supervivencia humana, resulta difícil asumir la existencia de otras amenazas a las que valga la pena prestar atención (Ehrenberg et al. 2020). Quienes lo hacen es probable que de inmediato den un lugar a las enfermedades de etiología viral, como es el caso del Dengue; un flagelo aún latente en el contexto Latinoamericano y del Caribe, con impactos reales tan alarmantes que, a partir de un momento, conllevaron a achacarle el protagonismo indebido de brotes y casos realmente ocasionados por Leptospira spp., un patógeno bacteriano marcado por la subestimación (Musso et al. 2014). Un error frecuente (Mattar et al. 2017) que, cuando se desvela, el desenlace suele ser fatal (Guernier et al. 2018a).
De esta forma, a la par que se hace un llamado a no olvidar la existencia de otras enfermedades letales a la especie pensante, se expone esa contradictoria subvaloración de que es objeto la leptospirosis pese a ser la zoonosis bacteriana más extendida en el planeta (Chatterjee et al. 2017, Ghazaei 2018). Subestimación surgida cuando aún no existía un rival como SARS-CoV-2. Algo incomprensible si se tiene en cuenta que esta espiroqueta, entre otras, puede ocasionar cuadros respiratorios tan letales como el virus que hoy ocupa la atención de la humanidad (Hall y Lambourne 2014, Guernier et al. 2018a, Ehrenberg et al. 2020).
Anualmente se producen 1,03 millones de casos de leptospirosis en humanos, 60.000 de los cuales fallecen a causa de esta zoonosis (Vincent et al. 2019). Cifras que solo constituyen una sutil aproximación a la real dimensión de su impacto. Múltiples son los factores, objetivos y subjetivos, que interfieren al respecto. Este error se atribuye a las limitaciones diagnósticas en los países en vías de desarrollo, también los más afectados por la enfermedad (Hartskeerl et al. 2011, Al-orry et al. 2016, Ghazaei 2018, Vincent et al. 2019).
Lo que ocasiona esta zoonosis en la esfera animal adolece de mayores inexactitudes, aunque hay consenso en cuanto a las considerables pérdidas económicas que provoca (Hartskeerl et al. 2011, Khamassi Khbou et al. 2017, Nantawan y Rattanawat 2019). Una amplia gama de especies domésticas y salvajes, además de padecer la enfermedad actúan como reservorios de serovares patógenos a las personas (Lunn 2018, Wynwood et al. 2016, Barreto et al. 2020a).
Las aguas superficiales y el suelo contribuyen al mantenimiento de las espiroquetas en el ambiente, así como en el tránsito a sus hospederos. Traslación en la que el tropismo del agente bacteriano no se limita a una especie animal en exclusivo como reservorio, más bien a varias. Algunas de las cuales resultan portadoras asintomáticas, en tanto otras manifiestan síntomas leves o severos de la enfermedad (Vincent et al. 2019). El contacto con estos medios naturales contaminados constituye una fuente importante de contagio a los humanos en la actualidad, como refieren algunas publicaciones de países desarrollados (Saito et al. 2013; Picardeau 2017; Thibeaux et al. 2018, 2020). La capacidad de Leptospira spp. de producir biofilms favorece su supervivencia por largos períodos en estos entornos (Kumar et al. 2016, Khattak et al. 2018, Thibeaux et al. 2020).
¿Cómo una zoonosis tan antigua y letal reemerge en este siglo y es subvalorada? Una sumatoria de factores, entre los que destaca la subvaloración de la enfermedad, coadyuvan a tan controversial resultado. No por contradictorio exclusivo, si se recuerda que es un sitial compartido con otras zoonosis quizás más antiguas como son la brucelosis y la tuberculosis. Todas mortíferas, subestimadas y reemergentes (Barreto y Rodríguez 2019; Barreto et al. 2019, 2020b), cuyos efectos, en todos los sentidos, se agravarán al amparo de la COVID-19. Por todo ello, es objetivo de esta revisión alertar en cuanto a cinco elementos que limitan la aproximación al comportamiento real de la leptospirosis.
DESARROLLO
Para la escritura de este Artículo de revisión, previamente se realizó una búsqueda a partir de 155 publicaciones acreditadas. En base al objetivo trazado se seleccionaron 59, que constituyen las referencias de esta propuesta. Por su actualidad clasifican de la siguiente forma: 48 (últimos 5 años), 10 (2000 - 2014) y 1 (siglo XX). A continuación, y a partir de lo resumido de las mismas, se discuten cinco elementos cruciales que limitan el acercamiento real a la zoonosis bacteriana más extendida por el planeta, razones quizás por las que persiste como enfermedad reemergente.
Subvaloración de la zoonosis
En aras de la brevedad baste señalar que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) cataloga a la leptospirosis como “enfermedad tropical desatendida en la esfera humana” (Hartskeerl et al. 2011, Torres-Castro et al. 2018); en la animal, huelgan los comentarios. Por su parte, en el Protocol for Developing a Database of Zoonotic Disease Research in India (DoZooRI) (Chatterjee et al. 2017), encabeza la lista de las zoonosis de etiología bacteriana por dos razones: 1) Su alarmante extensión en el contexto actual. 2) La subvaloración de que es objeto, pese a ello.
Para ahondar en las causas que generaron concepciones tan contradictorias es preciso retroceder en el tiempo.
Durante los dos primeros tercios del siglo XX la leptospirosis ocupó un sitial priorizado en los sistemas de vigilancia veterinarios y de salud pública de todo el mundo. Luego, decayó su atención, especialmente en los países de zonas templadas, quizás debido a: 1) El reducido número de casos notificados tanto en humanos como en animales. 2) La existencia de opciones para su prevención y terapia. 3) La confianza al disponer de un adecuado control epidemiológico de la zoonosis (Wasiński y Dutkiewicz 2013, Barreto y Rodríguez 2018a).
La sabiduría implícita en el refranero popular, a través de uno de los ejemplos más usados, resume de forma magistral lo acontecido: “en la confianza está el peligro”. Así ha sido, y a un precio alto. En lo que va de milenio se ha notificado la presencia de serovares patógenos de Leptospira a nivel mundial. Solo la Antártida constituye la excepción (Costa et al. 2012). ¿Hasta cuándo su peculiar ecosistema le permitirá mantener ese estatus? Dados los cambios adversos apresurados que acompañan a esta centuria, como ya han advertido Hartskeerl et al. (2011), ese momento no tardará.
Por tanto, sea subvaloración, confianza o indolencia, esta incorrecta percepción de riesgo hacia la leptospirosis abona el terreno a otros elementos con los que se solapa, agravando la situación. Algunos de los mismos se discuten a continuación.
Barreras geográficas y socioeconómicas en tiempos de COVID-19
La extensión de la leptospirosis a nivel mundial obedece, entre otras, a que todos los mamíferos (incluidos pinnípedos y murciélagos), las aves, los anfibios, los reptiles, e incluso los peces, pueden actuar como portadores de serovares patógenos de Leptospira spp. (Picardeau 2017). Hecho al que se suma la capacidad del agente de sobrevivir de forma prolongada en embalses de aguas y suelos contaminados con las excreciones de dichos animales (Barragan et al. 2017). Algo a lo que se ha prestado alguna atención durante los últimos años, debido a casos y brotes producidos en países industrializados (Saito et al. 2012, Marinova-Petkova et al. 2019), aunque aún no se valora en toda su dimensión, como se analizará en el tópico correspondiente.
Aunque se ha notificado la presencia de serovares patógenos de Leptospira a nivel global, la enfermedad es más común en ambientes cálidos y húmedos como los característicos del Caribe, Latinoamérica, Oceanía y parte de Asia y África. Áreas en las que muestra una manifiesta tendencia al endemismo (Philip et al. 2018). Este comportamiento ha ido marcando fronteras que delimitan al conglomerado de países en vías de desarrollo, coincidentes con ese entorno, de aquellos distinguidos por un elevado desarrollo industrial (Guernier et al. 2018a, Khattak et al. 2018). Estos últimos, sin ser refractarios a la zoonosis como demuestran los casos y brotes reportados (Marinova-Petkova et al. 2019, White et al. 2017, Tomari et al. 2018), la asumen como un riesgo al que se exponen sus ciudadanos cuando, en calidad de turistas, visitan los países subdesarrollados (Hall y Lambourne 2014).
Caso curioso el de Estados Unidos, donde el endemismo de la enfermedad se achaca a casos provenientes de Puerto Rico y Hawaii (Adams et al. 2017). En este análisis, sin embargo, se subestiman los casos y brotes generados a partir de cisternas, piscinas y otras variantes de almacenamiento de agua (Marinova-Petkova et al. 2017). Otro tanto sucede con la marcada extensión de la zoonosis en perros (White et al. 2017, Barreto et al. 2019).
En sentido general se podría resumir que la ocurrencia de esta zoonosis en regiones ajenas al trópico se justifica con los viajes de turismo, o de negocios. Explicación avalada por incontables publicaciones durante años y que, en los más recientes, se complementan con los efectos de la globalización (Khattak et al. 2018). Se trata de un mal inherente a la pobreza, sinónimo de insalubridad, deficientes servicios de salud, etc. (Guernier et al. 2018a). Es el entorno donde alrededor del 50 % de los sospechosos de Dengue realmente padecen leptospirosis (Mattar et al. 2017). Un sesgo que sumado a los casos que no acuden a consultas minimiza la morbilidad y mortalidad ocasionadas por la espiroqueta.
Este fatalismo geográfico, social y económico, imposible de soslayar, solo se revertirá cuando las condicionantes socioeconómicas imperantes también lo hagan. Es paradójico como las potencias industrializadas no vacilan al invertir fondos para desarrollar armas biológicas a partir de Brucella melitensis, no así para combatir la enfermedad en las áreas más afectadas del planeta (Chatterjee et al. 2017, Barreto et al. 2020b).
La actual COVID-19, además de muertes, exacerba la pobreza en los países menos desarrollados y pone en crisis a los industrializados. Paralelamente, al acaparar la atención de todos los sistemas de salud, condena a una mayor desatención a aquellas enfermedades ya subvaloradas como la leptospirosis (IAP 2020
). Solo un aspecto positivo emerge en medio esta hecatombe: por primera vez las grandes instituciones de investigación del planeta han olvidado su ego y colaboran en aras de una solución (Ehrenberg et al. 2020, IAP 2020). Solo una conducta de este tipo puede marcar la inflexión positiva que se espera; algo así, en un futuro aún impredecible, borrará las barreras que hoy determinan los dominios y sesgos de la leptospirosis.
Nivel de conocimiento del agente etiológico y generalización del mismo
El género Leptospira, como tantos otros patógenos bacterianos, luego de su descripción primaria (Stimson 1907) se estudió acorde a sus cualidades y comportamientos fenotípicos. Atendiendo a los mismos tuvo lugar una primera división en dos grupos que fue crucial: patógenos (Leptospira interrogans sensu lato) y saprófitos (Leptospira biflexa sensu lato) (Levett 2001).
Mucho después, gracias a la disponibilidad de técnicas moleculares, el género se dividió en 21 genomoespecies: nueve patógenas (L. alexanderi; L. weilii; L. borgpetersenii; L. santarosai; L. kmetyi; L. alstonii; L. interrogans; L. kirschneri; L. noguchii), aisladas en su totalidad a partir de humanos y animales; seis intermedias (L. licerasiae; L. wolffii; L. fainei; L. inadai; L. broomii; L. idonii), cuya virulencia al momento de esta clasificación no se había determinado experimentalmente, y una cifra similar confirmada como no patógenas (L. vanthieli; L. biflexa; L. wolbachii; L. terpstrae; L. meyeri; L. yanagawae) propias del medio ambiente (Picardeau 2013, Levett 2015).
Esta nueva concepción de estudio del patógeno centrado en su genoma sacó a la luz que las especies, hasta entonces catalogadas como intermedias y las patógenas compartían un ancestro común cercano, aunque la patogenicidad de las primeras en animales y humanos fuera moderada. También se demostró la presencia de especies patógenas y saprófitas en medios naturales como el suelo húmedo y las aguas superficiales (Andre-Fontaine et al. 2015), ambientes en los que podían persistir de forma prolongada gracias a mecanismos como la transducción de señales (Fouts et al. 2016) que les permitían resistir las condiciones de estrés. Razón por la que no era desacertado asumir que las especies patógenas evolucionaran de un ancestro saprófito debido a la transferencia horizontal de genes que permitieron su adaptación a nuevos hospederos (Xu et al. 2016, Fouts et al. 2016, Vincent et al. 2019).
Este nuevo enfoque en los estudios sobre el agente etiológico en un breve lapso de tiempo mostró la posibilidad de encontrar nuevas especies patógenas, e incluso intermedias, necesarias para el desarrollo de una herramienta diagnóstica que permitiera censar el comportamiento real de la zoonosis. Para ello era imperativo abundar en la caracterización de Leptospira spp. en medios naturales, muy en particular el suelo y aguas superficiales, así como sus interacciones con otras poblaciones microbianas en esos entornos (Picardeau 2017, Guernier et al. 2018b, Vincent et al. 2019).
El empleo de mezclas antimicrobianas para prevenir las contaminaciones ha permitido el aislamiento de Leptospira spp., no reportadas previamente, de suelos y fuentes de agua en diversas áreas geográficas del planeta (Saito et al. 2012, Thibeaux et al. 2018). Los hallazgos obtenidos contaron para su estudio con una herramienta contemporánea: las técnicas de secuenciación de nueva generación (Next-Generation Sequencing-NGS), modalidad que posibilitó ampliar el número de especies a 35, en una primera etapa (Thibeaux et al. 2018). Cifra que el pasado año ascendió a 64 (Vincent et al. 2019). Más allá de los valores numéricos, se trata de un salto cualitativo sustentado por una metodología que marca un hito en la taxonomía de Leptospira.
Lo revisado resume el salto indiscutible en los conocimientos de Leptospira alcanzado con el empleo de técnicas moleculares. También al asumir al suelo y a las aguas superficiales como fuentes primordiales en la transmisión de la zoonosis (Picardeau 2017, Thibeaux et al. 2018). Entre las primeras vale destacar el papel desempeñado por las técnicas de secuenciación de nueva generación, una variante que gana adeptos para este tipo de estudio (Vincent et al. 2019), pero no se ha podido generalizar por la OMS. Con respecto a las segundas, muy en particular las investigaciones en entornos acuáticos, han evidenciado el papel del fenotipo biofilm en la persistencia del agente durante meses. Fenómeno en el que no pueden obviarse sus interacciones con otros microorganismos (Kumar et al. 2015, 2016). Algo apenas incipiente, en lo que se ha de profundizar, por lo que se explica a continuación.
Se continúa asumiendo a Leptospira en su forma planctónica y no como biofilm (Thibeaux et al. 2020). Algo que no admite más dilaciones si se tiene en cuenta que este fenotipo representa al 99,9 % de las bacterias en los medios naturales, en tanto solo el 0,01 % permanece como formas planctónicas (Samal y Das 2018). El papel de esta forma de organización, aunque explica lo publicado sobre la supervivencia de Leptospira spp. en los medios naturales, no se ha enfocado hacia la virulencia del agente; algo a lo que no se ha prestado la debida atención aún. Cuando se haga es posible que esclarezca algunas conductas en su patogenia como ha sucedido con Brucella spp. (Barreto et al. 2020b).
Otro elemento sorprendente se suma, y es la causa para que el tópico figure en la presente propuesta. Se trata del incomprensible divorcio entre cuánto se sabe y lo que se sigue haciendo en la mayoría de los centros de diagnóstico del planeta. Una increíble paradoja: la incomunicación en el reinado de la Internet.
Retos y limitaciones en el diagnóstico de la leptospirosis
El diagnóstico de la leptospirosis presupone un reto extra: la ausencia de signos clínicos específicos de la enfermedad. Si a ello se suma la pobre percepción de riesgo de los afectados, su escasa asistencia a los servicios de atención médica y la limitación de las técnicas diagnósticas disponibles en muchos países, el logro de un diagnóstico oportuno y la fiabilidad en las estadísticas de casos resultan una utopía (Al-orry et al. 2016, Khattak et al. 2018). Con toda justeza, muchos expertos consideran a este tópico el sesgo crítico para un acercamiento al comportamiento real de la zoonosis (Al-orry et al. 2016, Vincent et al. 2019).
Ante todo, vale recordar algo por obvio que parezca: el diagnóstico temprano de esta zoonosis garantiza la efectividad de los tratamientos con antibióticos. Este es justamente el punto donde lo que parece tan elemental choca con la realidad. Pese a los años dedicados al estudio de esta enfermedad, no se dispone de una herramienta sensible, específica, rápida, de fácil ejecución y bajo costo para su diagnóstico (Al-orry et al. 2016).
Los métodos para el diagnóstico de la leptospirosis se dividen en dos grupos: directos e indirectos. Los primeros se encaminan a la detección de la espiroqueta, o sus componentes, en los fluidos corporales o tejidos de las personas o animales investigados. Los microrganismos, previo a la observación, pueden cultivarse en medios para su aislamiento o recuperación, para incrementar su concentración, u observarse directamente a partir de sangre u orina con microscopia de campo oscuro. Se han adecuado variantes del método de reacción en cadena de la polimerasa (PCR) para la amplificación de restos del ADN de la espiroqueta en fases precoces de la infección. Los métodos indirectos, los más utilizados, se basan en la determinación del nivel de anticuerpos (IgG o IgM) anti-Leptospira en sangre. Destacan la técnica de microaglutinación o prueba de aglutinación microscópica (MAT) que, durante años, ha constituido la regla de oro en este diagnóstico, así como diversas modalidades de ELISA (Wynwood et al. 2016, Al-orry et al. 2016).
Se trata de una enfermedad bifásica. En la primera etapa (leptospiremia), que comprende del tercer al décimo día de la infección, previa a la respuesta de anticuerpos se puede aislar al germen de sangre, líquido cerebro espinal y tejidos. En una segunda etapa (convalecencia o estado inmune), también denominada leptospiruria, la orina es la muestra de mayor valor diagnóstico. Cuando las observaciones se hacen a partir de hemocultivos o de la siembra de orina en medios de cultivo, el diagnóstico se retarda notablemente debido a la pobre velocidad de crecimiento del agente etiológico (10 - 14 días) (Haake y Levett 2015).
Alrededor de siete días, luego de la aparición de los síntomas, es que pueden detectarse los anticuerpos de tipo IgM en sangre. Su concentración se incrementa hasta alcanzar picos máximos en la tercera y cuarta semana de iniciado el proceso de infección. Luego de lo cual desciende y se hace indetectable a los seis meses, aunque, excepcionalmente puede persistir por años. La configuración pentamérica de la IgM la hace idónea para ensayos tipo MAT. Las IgG conforman una respuesta más tardía, pero más específica y duradera. Constituyen, generalmente, el elemento a identificar en los sistemas tipo ELISA (Cerqueira y Picardeau 2009).
Se han desarrollado múltiples propuestas para el diagnóstico de las leptospirosis. Como es el tema más abordado al analizar las causas que limitan un acercamiento al impacto real de la enfermedad, se sugiere a quienes deseen abundar en el mismo consultar la propuesta de Al-orry et al. (2016). Baste añadir que las PCR podrían ser la opción más adecuada, incluso al compararlas con las variantes indirectas. Posibilitan un diagnóstico preciso durante los primeros síntomas agudos de la enfermedad, antes de la aparición de anticuerpos. Permiten la diferenciación de cepas patógenas de saprófitas, no así la determinación del tipo de serovar. Lamentablemente, su empleo no constituye una norma en este tipo de diagnóstico; son más bien una exclusividad de los laboratorios con un cierto nivel de desarrollo (Al-orry et al. 2016).
Un comentario similar se aplicaría a quienes afirman que el futuro inmediato de este diagnóstico apunta a las técnicas de secuenciación de nueva generación por el fácil y creciente acceso a las mismas (Vincent et al. 2019). Esas facilidades realmente resultan cuestionables. De una parte, el factor económico, de la otra los inconvenientes subjetivos que imponen las novedades tecnológicas. Lo cierto es que no figuran en ninguna de las publicaciones realizadas en países en vías de desarrollo.
Como ya se ha mencionado, la técnica utilizada oficialmente para el diagnóstico de la leptospirosis es la MAT (Hartskeerl y Smythe 2015). Una variante compleja, trabajosa y demorada. Requiere de 14 a 21 serovares para organizar las baterías según se trate de humanos o especies animales a pesquisar. El mantenimiento de dichas cepas vivas constituye otra complicación agregada y la razón por la que muchos laboratorios y hospitales no utilizan este ensayo (Mgode et al. 2015), pese a existir variantes que facilitan la tarea (Philip et al. 2018). Entre los que la aplican no siempre utilizan el total de serovares recomendado. O emplean variantes desactualizadas que para nada coinciden como los prevalentes en la actualidad (Barreto et al. 2017).
En resumen, ese ensayo ideal: rápido, preciso, sencillo, económico, fácil de interpretar y estable bajo condiciones extremas, aún está por desarrollarse. Mientras, los conocimientos en torno al agente etiológico crecen a una velocidad comparable a la desarrollada por estas espiroquetas para extenderse por el planeta.
Subestimación de algunas especies animales como reservorios
Cuando se escucha la palabra leptospirosis de inmediato se piensa en roedores, muy en particular en ratas y ratones. Sin demeritar su papel en la transmisión de la enfermedad, es preciso recordar que otros grupos de animales, tanto silvestres como domésticos, desempeñan un papel decisivo como reservorios de la entidad bacteriana. Destacan al respecto los carnívoros, los cerdos y los grandes rumiantes (Zaki et al. 2018; Barreto et al. 2020a, 2020c). De ahí que circunscribir el diagnóstico a los roedores para prevenir la enfermedad en humanos resulta insuficiente (Hagan et al. 2016).
Hay tres especies domésticas que generalmente se subestiman, e incluso no se tienen en cuenta en las encuestas epidemiológicas, tanto rutinarias como en las efectuadas ante la presentación de casos y brotes de leptospirosis. Se trata de ovinos, caprinos y equinos (Rodríguez et al. 2017a, 2019; Barreto y Rodríguez 2018a, 2018b). La crianza de las dos primeras constituye la forma gracias a la cual subsisten muchas familias en los países en vías de desarrollo. El estrecho contacto que impone esta forma de producción propicia el contagio directo a las personas involucradas. Impacto minimizado en las estadísticas oficiales por los sesgos que imponen estas omisiones en los diagnósticos (Barreto y Rodríguez 2018b, Zaki et al. 2018).
Con los equinos ocurre otro tanto, pese a que en 2013 se demostró mediante PCR la presencia de Leptospira spp. en la orina de caballos negativos a hemocultivos y otros ensayos clásicos (Hamond et al. 2013). Estudios posteriores pusieron de manifiesto que los equinos muestran un comportamiento como reservorios de la entidad similar al desempeñado por bovinos, porcinos y caninos (Rodríguez et al. 2017b). De ahí el alto riesgo epidemiológico que imponen, sobre todo en aquellas ciudades donde se les emplea para el transporte de la población (Rodríguez-Torrens 2019).
Por supuesto que existen más factores que, en mayor o menor grado, obstruyen el acercamiento y la comprensión de un fenómeno tan complejo como es la leptospirosis. Ojalá otros investigadores se estimulen y hagan un llamado de alerta al respecto. Ese ha sido el propósito al demandar una mayor atención hacia los cinco elementos revisados anteriormente. Si así fuera, se atemperaría el agravamiento de esta zoonosis en medio de la COVID-19.